lunes, 25 de septiembre de 2023

¿Jorge Báez es un jabalí llamado Ricardo?

 






¿Es La condición humana una tela cromática de variada textura que según se vaya palpando en su compleja extensión, cambia?  ¿El tejido que finge unidad, olvida los finos y orgullosos hilos que la componen y oculta a su vez, delicadas y vanidosas hebras? ¿La urdimbre, la trama, el lienzo mismo de la vida humana en su lucha contra la muerte es también la guerra contra los impulsos más profundos que se entremezclan con la ferocidad del conato desparramado en ansias de poder, deseo, odio, resentimiento…? ¿La condición humana se retrata únicamente desde los límites de la ambición humana? ¿Y qué pasaría si revisáramos la condición humana indagándola a profundidad hasta límites insospechados? ¿Nos encontraríamos con un tejido/hilo/hebra/fragmento/ desparramados por doquier? Pero ¿Qué técnicas desplegar para intentar tan siquiera captar una porción minúscula de aquella dificultosa instancia? ¿Cómo hacer para sumergirse en las honduras de la vida y a la vez hacer arte?

Intentaré enumerar a sabiendas que lo he presenciado.

-          El del rostro, el más accesible y cercano. Las miradas y sus resultas. El viaje hacia todos los lados. El poder que vincula y garantiza esa unión entre el actor y los espectadores.

-          El de las manos y sus infinitas posibilidades. En fin, el del cuerpo y sus inagotables combinaciones, en sintonía con las ideas, en andariveles con otros cuerpos, en este caso en solitario pero descompuesto en otros cuerpos; siempre expresivo. Cuerpo que habla, que baila, que sufre, que odia, que muere y vive mil vidas a su vez.

-          Luego, la que se plasma a manera de impronta, la que se verbaliza, ordenándolo o anarquizando, civilizando o barbarizando; la identidad, el orgullo, la historia, la pretensiones, las maldiciones, todo. Sin la palabra hasta la fuerza carece de sentido. La palabra es la escalera que nos conduce a lo insondable. La voz del actor es la forma de la historia.

-          Pero, entre los muchos lenguajes, destaca aquel que no se expresa ni se escucha; el de la imaginación. El actor propicia con su arte destellos maravillosos, y a veces extraños, dolorosos, pero repletos de conexiones radiantes. Así, por un momento en una sala de teatro, atípica por su belleza, ante un actor en solitario, la maravilla del arte entonces es capaz de emerger, crear, destruir, consagrar, maldecir, liberar, apresar, distinguir, esclavizar, honrar, elevar, hundir, rememorar, olvidar, condenar, pero sobre todo, hacer pensar.

 Permítanme repetir la misma pregunta ¿Cómo hacer para sumergirse en las honduras de la vida y a la vez hacer arte? Y ahora permítanme volver a responder.

La obra se llama “Historia de un jabalí”, unipersonal escrito por Gabriel Calderón y presentado en escena por el gran actor Jorge Báez. Si bien la historia gira alrededor de un texto de William Shakespeare, finalmente, la verdadera historia es aquella que la obra -de la mano del actor-es capaz de hacer brotar en cada uno de los espectadores. La obra es bella. La actuación precisa, contundente y sutil. El actor en su genial desempeño desaparece, se diluye. Emerge un personaje radiante de esos que te marcan por mucho tiempo.

No pensé encontrarme con una obra de semejante calado, tan necesaria para estos tiempos. Y lo encontré en un viejo almacén de barrio. La ambientación es sobria pero más adecuada no podría ser. Cada detalle está pensado para que incida en la obra de tal forma a conformar un todo. El salón acomodado para fines artísticos es un espacio delicioso, mágico que recoge el encanto de los tiempos idos pero con el aurea de los espacios donde el arte se siente cómodo y los artistas desaparecen y viven los personajes para regocijo de los que los contemplamos. Teatro viene del griego: θέατρον, théatron o «lugar para contemplar» derivado de θεάομαι, theáomai o «mirar»).

 

Local: “El otro teatro” (Tacuary 1046 e/ Manuel Ortiz Guerrero).

Hora: 21 hs.

Reservas al teléfono 0991 166694.

viernes, 21 de octubre de 2022

El miedo





Desde que el mundo es mundo, el cuerpo ha sido el centro de un sin fin de preocupaciones, atenciones y constantes conflictos. Desde lo sexual, pasando por la alimentación, la higiene, el tipo de vestimenta que se podía usar hasta la manera en que se debía gestionar la risa de las niñas, el caminar decente o lucir un peinado, la moral siempre ha estado vigilante y alerta ante los posibles cambios. Por eso, no debemos perder de vista que la manera en que nos imaginamos al “otro” es producto de un canon construido con anterioridad. Es decir, la idea de “puto”, “degenerado”, “sucio moral”, “pervertido”, está instalada en nuestro cuerpo con antelación. Gracias a un proceso de introyección, los cuerpos que somos, asumimos “dispositivos” estratégicos que hacen posible una relación específica de poder y de saber. Entonces, es fácil entender las razones para discriminar a los indígenas, destruir sus hogares, expulsarlos de sus tierras y arrinconarlos en avenidas oscuras donde niños y niñas son violados sistemáticamente.

Cuando abrimos los ojos, miramos un mundo que hemos cimentado con ideas previas.  Y esto lo han sabido desde tiempos inmemoriales aquellos que necesitan controlar los cuerpos. Si no se controlan los cuerpos, el poder se vuelve ineficiente. 

De ahí que las empresas totalitarias son animadas por el miedo al otro, al diferente. Y ese miedo se mete en lo más profundo de la médula espinal y hace que todo el cuerpo se posicione en alerta y a la espera de que los degenerados, sucios morales y zombis ganen la tierra de la mano de los ODS 2030-ONU.Cuando el miedo gana a la razón, desaparece el ánimo de dialogar y de ser tolerantes. Es bueno recordar que desde el siglo XVIII los tratados de urbanidad invadieron los programas de estudios de todos los países que se auto denominaban “decentes”. Las buenas maneras, el trato cordial, y el estudio minucioso de las “formas” más adecuadas de relacionarse, estaban consignadas en los libritos que todo niño y niña debía conocer y respetar.

 Los cuerpos improntados por las ideas de estos tratados crecieron a la luz de valores “inmaculados” y extremo “excelsos”. Si bien es cierto que estos "educados cuerpos panoptizados" terminan gestionando dos guerras mundiales, la idea de lo decente sin embargo, persistirá a pesar de los escombros y muerte que quedaron por doquier. Luego, de manera paulatina, una parte del mundo fue abriéndose a nuevas perspectivas.  De a poco aquellos aciagos años en que los cancerberos vigilaban a los niños y a  fuerza de sujeciones y estigmatizaciones exigían de manera rabiosa, “decencia”, “decoro” y “pulcritud”, fueron dando paso a una educación cada vez más autónoma, sincera y muy especialmente libre de sujeciones teológicas y muy cerca de valores cívicos y sociales.  



Un par de décadas atrás, llevar barba era un acto subversivo que se podía pagar hasta con la misma vida. Usar pantalón blanco era profanar la hombría y sepultar la virilidad…y ni qué decir del pelo largo, opción emparentada con el horror (rock-satanás), desvarío (patología), vergüenza (suciedad), debilidad (afeminado)…y otros muchos calificativos. Hoy estamos “intentando” vivir una época marcada por enormes conquistas que guardan relación con nuestros derechos humanos fundamentales. La gestión de nuestro destino ha cambiado. Cada día nuestro cuerpo nos pertenece un poco más. Según pasen los días y los años, la maravillosa autonomía corporal será una plena realidad pese a quien le pese. Y para colmo, en nuestro país contamos con una Carta Magna donde se deja constancia -con claridad- que la expresión de la personalidad y la construcción de una identidad es un derecho y nunca podría ser “delito”. 

Hoy convivimos con muchos principios que en su momento fueron considerados "peligrosos", "inmorales", "monstruosos" y "anormales". Vale como ejemplo un botón; la conquista del uso del pantalón por parte de las mujeres. A esta altura nos olvidamos que durante tanto tiempo las mujeres fueron exigidas a llevar atuendos "decentes"...

Por ello, exhortar a los gobiernos que eliminen las barreras que deben sortear los homosexuales, bisexuales y transexuales a la hora de intentar acceder a los espacios de poder y otros ámbitos de la vida pública, no debería ser un problema. Asimismo, pedir que nadie sea molestado en su vida privada por sus opciones, no podría ser motivo de tan majestuoso “horror metafísico” y “terrorismo teológico”. 



En este país todos los días, algunos “decentes” atentan contra la libre expresión del cuerpo. Resulta sumamente amargo corroborar que miles de personas son requeridas, criticadas o estigmatizadas desde la moral de los que se arrogan la gerencia hegemónica del “cuerpo del otro”.  En ese sentido, causa profunda tristeza y una descomunal vergüenza corroborar que  hemos retrocedido en el tiempo. Si seguimos así, no debería llamarnos la atención que en breve se llame a un referéndum para votar si los homosexuales son personas o animales. En el siglo XVI de Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas esto ya pasó, pero algunos todavía no se han enterado. Al ser así, perviven las ideas del primero cuando afirma que las “civilizaciones perfectas” deben regir el destino de los “imperfectos”. De otra manera no se explica las razones que mueven a una parte importante de la ciudadanía a vociferar a favor de la “eutanasia de la expresión” y el “aborto de la autonomía”. La diversidad no se administra desde una “moral única”. Todos los calificativos que los hipócritas blandieron para argumentar el control  de cuerpos ajenos, es una muestra clara que “el pasado habitó entre nosotros y se hizo presente y futuro”.  Las sociedades actuales han evolucionado de la mano de las libertades fundamentales y las que se resisten, indefectiblemente sucumbirán en las temerarias fauces de la tolerancia y el respeto. 

Harold Laski dice que “la libertad significa expresar sin trabas la propia personalidad, y el secreto de la libertad reside en el coraje, nadie permanecerá mucho tiempo libre si no protesta ante lo que tiene por injustica”. Si en estos tiempos que corren, no resulta para nada incómodo que los índices de pobreza, desnutrición, muerte por falta de servicios básicos como agua potable o presencia  de hospitales en zonas vulnerables importe menos que la opción sexual de las personas, definitivamente estamos errados. Si las ideas de interculturalidad, tolerancia, respeto y no discriminación hacen saltar la moral escandalizándola hasta límites insospechados atacando un Plan de Transformación Educativa que incluso todavía no nació, entonces, los grandes y verdaderos dramas de injusticia e inequidad seguirán persistiendo.  

Si callamos ante los imponderables más capitales, los grandes intereses darán por descontado que el silencio es consecuencia del no tener nada que decir. Nuestra aquiescencia nos está convirtiendo en lo que tanto tememos; seres del pasado. De igual forma que Tirika nos ha despertado para sentirnos parte de un país y un proyecto, la educación debería acercarnos en nuestra diversidad y juntos construir un Estado Social de Derecho a la altura de los tiempos.

miércoles, 26 de mayo de 2021

COSMÉTICA DIGITAL Y EL CAOS NATURAL




“¡Oh, qué maravilla!
¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!
¡Cuán bella es la humanidad!
¡Oh, mundo feliz,
en el que vive gente así.”


La Tempestad, Acto V,
William Shakespeare


Permítanme contarles brevemente un acontecimiento que me ha sucedido años atrás. Extrañamente y de forma recurrente me encontré ante un sueño bastante raro. En lo alto, una enorme nube, repleta de agua, parecía cubrir un majestuoso cuadro grisáceo que al expandirse simulaba caerse por todos lados. Bajo aquella escena pictórica oscura, sin embargo, se entreveía un montículo de árboles verdes humeantes de vida pura. Así, imprevistamente, al finalizar un destello, todo aquel escenario cargado de aguacero, se disipó e inesperadamente, se fue descubriendo, vibrante, hermosa, una enorme perfección atestada de follajes que, a manera de un pulmón enorme, respiraba y se agitaba al compás de un viento fresco al punto de elevar todo aquello y luego, dejarlo caer en picado suavemente para volver nuevamente a encumbrar mansamente tanta belleza y tanta vida.

Al despertarme, naturalmente, la inquietud que me persiguió no era otra cosa que intentar descifrar el extraño suceso. Así, un día supe que aquel lugar se trataba indefectiblemente de una de las faldas del majestuoso Yvyturusu. El sueño se repitió una y otra vez. La tarea era entonces tantear localizar ese lugar, o por lo menos, situar la zona y contrastar con lo que me apremiaba. No fue fácil lograrlo. Luego de un par de años de infructuosa búsqueda, le comenté a madre mi anhelo. Ella, sin más rodeos, con mucha sabiduría y precisión en la palabra, tal como acostumbran hacer las mujeres campesinas paraguayas, me dijo:

“Pe rehechávaekue nde képe ha‛ete ne ra‛âróva hina. Rehekána, katuéterei retopáne ha upévo reikuaáne mba‛e rupípa ne renôi”.

 (“Aquello que viste en sueños pareciera que te está aguardando. Deberías buscarlo, probablemente lo encuentres y entonces, sabrás la razón del llamado”.)


Un mundo feliz

Continúo con otro relato. Aquella jornada había sido intensa. Los estudiantes, la mayoría de ellos médicos y algunos abogados, se mostraron medianamente a gusto con la charla que acababa de culminar. La coordinadora del curso del postgrado en Bioética me agradeció por la ponencia e inmediatamente indicó la apertura de un tiempo breve para preguntas y comentarios. Uno de los estudiantes, un médico muy joven por cierto, frunció el ceño, ajustó su mano derecha a la altura del mentón y la contuvo con los dedos apretando suavemente parte de sus labios. Movió los dedos de la mano izquierda y pidió la palabra. Se mostraba inquieto, preocupado por lo que eventualmente pudiera expresar. Finalmente, expresó:

"Luego de escuchar su ponencia me quedé con la incógnita de si efectivamente, los seres humanos, podemos ponernos de acuerdo y lograr una armonía en nuestras opiniones y nuestros quehaceres. ¿Es posible eso?"

Agradecí la pregunta y me dispuse a pensar en una respuesta medianamente convincente. La ponencia había girado en torno a las varias definiciones de la Bioética. Desde una postura radicalmente antropocéntrica pasando por variantes más anantrópicas y alternativas varias. En la exposición había advertido de la necesaria convivencia de varios pareceres y justificaciones filosóficas dispares. Por ende, la única opción válida a la hora de tratar el tema bioético era, por un lado, asumir la diversidad de posturas epistemológicas y por otro lado, aceptar la existencia de Bioéticas, es decir, bioética con apellidos. Por lo tanto, la idea de acuerdo, pacto o consenso, temas que aparecieron en mi exposición en más de una ocasión, me sirvieron para ensayar una posible respuesta. Ahora bien, si bien es cierto, la pregunta del joven médico apuntaba a la problemática de los acuerdos, su planteamiento podría tranquilamente desbordar el ámbito de la Bioética y abrirla a una perspectiva más general, filosófica, política y social, inclusive. La cuestión era muy relevante y se podría sintetizar en la siguiente expresión: ¿cómo podemos ponernos de acuerdo en todo y siempre?

No dejé pasar unos segundos cuando me esforcé en ofrecer una respuesta a mi interlocutor. Convoqué e hice referencia a una obra titulada Un mundo feliz, aquella famosa novela publicada en 1932 por el reconocido escritor británico Aldous Huxley. Me fijé específicamente en el detalle central de la obra, el soma. Recordé a los participantes, sobre todo a aquellos que no habían podido leer la obra, que los personajes estaban siempre “de acuerdo” toda vez que consumían la droga que les apaciguaba y les situaba en un horizonte perfilado, ordenado y muy especialmente, controlado.

La idea de “armonía” (si por la misma entendemos una actitud o predisposición “complaciente” cargada de benevolencia) en la vida cotidiana, sin embargo, se demuestra su imposibilidad. Aspirar imponer un orden (κόσμος) armónico en medio de tantas posturas y pareceres es una fantasía que de lograrse, no obstante, con ayuda del soma, sería a un precio muy alto, esto es, la consolidación de una técnica “cosmética”. Es decir, la asunción de una vigilancia que cercenaría la creatividad y encausarían las expresiones siempre en función a patrones, parámetros y/o lógicas impuestas.

Entonces, los deseos de Un mundo feliz, podrían sintetizarse en la cristalización de un escenario decorado con insumos procedentes de los más recónditos miedos y esperanzas que como especie humana administramos y otros han capitalizado de la mejor manera posible.

Esa idea de Un mundo feliz adquirió formas diversas, algunas veces se tornó en lugares ausentes -o todavía no presentes-, utopías (ous: ausencia, topos: lugar), otras veces en mitos y relatos varios, eso sí, otorgando a generaciones enteras la solvencia de creer contar (poseer) con expresiones, símbolos y expectativas y así tramitar el futuro. Y esta tarea, tan humana ha sido continuamente un encargo oscilante entre lo onírico y lo grandioso, entre la desgracia y la redención. Hoy diría, entre lo analógico y lo digital; entre lo obsoleto y lo singular; entre lo desfasado y lo disruptivo. Finalmente, entre lo humano y lo posthumano.

Entonces, es legítimo que Huxley convoque a Procusto. Dicha figura y, lo que el personaje denota, retrata a cabalidad la cuestión central de este tránsito (transformación) hacia las tecnologías exponenciales, que por cierto son hegemónicas y globales. La creencia ingenua en la “amabilidad” del posadero (Procusto) es directamente proporcional a la urgencia de encontrar un espacio seguro donde descansar y dormir tranquilamente. Una especie de “cosmética del sueño” donde la “silicolonización” y “uberización” del mundo invitan a los “cansados viajeros” gentilmente a tenderse en un hermoso lecho. Entonces Procusto, el anfitrión, procederá a ejercer una feroz e inusitada violencia en contra de esos (internautas) cuerpos tendidos, cansados, aletargados.

La brutal operación consiste en “ajustar”, dependiendo del tamaño del cuerpo, y así, si fuese necesario mutilar los pies y la cabeza en el caso de exceder los límites del lecho del torturador. O en su defecto, a golpes de martillazos desmembrar o desconyuntar el cuerpo a fin de que “concordara” con las medidas del “formidable” anfitrión. Y lo más espantoso, evidentemente, al contar con dos camas, nadie podría encajar, si el cuerpo gozaba de un tamaño considerable, Procusto apelaría como parámetro al lecho de menor medida y viceversa. La finalidad, destruir el cuerpo, aniquilar, cercenar, o tal vez, ¿transformar?

Huxley se adelantó a varias de las reflexiones y preocupaciones del tiempo presente. Queda claro que el novelista pudo comprender en su momento los grandes cambios que deparaban a la humanidad, así, intuyó que se libraría una dura lucha, un “forcejeo” entre las partes (entre lo dado y lo construido). En términos presentes, la disputa podría sintetizarse entre la puja que están librando los bioconservadores y bioprogresistas, entre los tecnófilos y los tecnoutopistas.

Huxley decía además,

“Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado”.

La historia de la ciencia y sus aplicaciones está signada por verdaderas batallas. Y eso la Bioética lo sabe. Las imposiciones, los frenos y el poder de los dogmatismo o la lucha contra los cánones preestablecidos y/o límites éticos necesarios asumidos en cada época, todo, absolutamente todo esto es parte de la historia del desarrollo cognitivo del ser humano. Y no al revés, es decir, la tecnología que proclama perfilar al ser humano olvida que ella ha sido creada por aquel. Llamativamente, esta puja, que bien podría graficarse o interpretarse desde el mito de Procusto como una imposición o direccionamiento, autores como Nick Bostrom matizan y afirman lo contrario. La posibilidad de mejorar y en última instancia transformar la naturaleza humana de la mano de la tecnología es un imperativo ético impostergable. Así lo entiende y defiende el filósofo sueco en varios pasajes de sus innumerables reflexiones.




Cierro mi breve escrito con un tercer y último relato y dejo entrever un deseo. Aquella tarde, luego de ofrecer la charla y haber dialogado con los participantes del curso, me dispuse a dejar Asunción y tomé el camino hacia Villarrica, pasé por Ñumi hasta finalmente llegar a mi destino. Fue un sábado, el día estaba excelente, cielo despejado y en la hora que llegué, el sol suavemente se aprestaba a esconderse. La temperatura en esas circunstancias desciende dulcemente unos grados y las aves entonces emprenden vuelo como intuyendo que en pocas horas más, la oscuridad llegaría. Allí, frente al Yvyturusu, me dispuse a descansar en el viejo banco de madera que mi madre lastimosamente ya no pudo ver y disfrutar. Ella me ayudó a creer que podía encontrar el lugar que hoy se ha convertido en mi casa. Y lo más extraño de este relato, la falda del Yvyturusu, sí es tan bonita como aquel cuadro que tantas veces me persiguió en sueños.

Estando allí, observando una vez más tanta vida frente a mis ojos, me convencí una vez más de que la historia del pensamiento humano es al mismo tiempo la historia del esfuerzo individual y colectivo por romper paradigmas heredados e intentar una y otra vez ampliar los límites impuestos al pensamiento y, por ende, a la comprensión y la asunción de la realidad. Pensé que quizás, llegaría el día en que la confrontación de ideas, de pareceres y de justificaciones, eso que durante siglos ha descansado en narrativas, es decir en el poder de la palabra, daría paso a lo numérico, esto es, lo digital. Digitus, dedo.
Recordé que mis preocupaciones académicas en el área de la Bioética me habían empujado a querer entender cuestiones “novedosas” donde lo digital está más que presente. Sin embargo, he intentado no perder la perspectiva que el pasado asigna a los escenarios actuales en su carácter de vanguardia.


Entonces, fijándome en los miles de árboles hermosos que pueblan el Tres Kandu, aquel sábado caí en la cuenta que estábamos atravesando por una época en que la vocación disruptiva asumida como “velocidad” y singularidad tecnológica se presentaba como cuestión central en la gestión de la vida y quizás, especialmente, en la administración de la experiencia humana en sus diferentes expresiones. Me pregunté si la rutina impregnada y trasvasada por la lógica de lo “virtual” nos empujaría a transitar hacia parajes muy alejados de lo humano entendido a la vieja usanza (canon fenotípico y canon genotípico). Cuando finalmente el sol se puso, el valle se inundó de aire con olor a vida. Y me dije a mi mismo, reacio tal vez a lo que se venía, que las tecnologías exponenciales van “acomodando” (cosmética) a pasos agigantados los escenarios posibles sin que exista siquiera un pequeño atisbo de alternativa analógica que sea también hegemónica y global…

Me resistía a que el mundo radicalmente cambiara y que las tecnologías emergentes, las disruptivas, dibujaran un futuro inmediato con miles de contingencias que inevitablemente impactarían en mis convicciones. Me negué a que tutelen mis quehaceres y configuren de tal forma las más amplias formas de pensamiento, expresión, libertad, creatividad, sentido común y fantasía. Deseaba que no pudieran ser sometidas a rigores ajenos y lejanos.

Finalmente, sorbí mi último trago de mate, sonreí y me animé a exclamar: esta experiencia es analógica y es grandiosa. Una semana después, el gobierno paraguayo anunció una cuarentena estricta. Un virus había llegado a nuestras vidas y lo digital, entonces, inundó todo.


Texto publicado en Archipiélago. Revista Cultural de América. Universidad Nacional Autónoma de México-UNAM. Vol 28, No 10910 (2020)

sábado, 17 de abril de 2021

LADRÓN

 

 

"Lo que empuja a la gente a los brazos de los diferentes tipos de profetas de la impostura no es solamente la necesidad de dependencia es también su deseo de reforzar esa dependencia, de no tener que decidir sobre sus propios asuntos" T. Adorno

                                                                                                                                             


1. Los inicios

Aquel niño irradiaba encanto. Brillaba todo su cuerpo cada vez que la profesora repetía su nombre y solicitaba una vez más que atajara el micrófono. Con pasos firmes conquistaba el estrado y sin más preámbulos se animaba a testar parsimoniosamente la calidad del sonido.

-0, o, si, si, o,o. Probando.

Su mano izquierda metida en el bolsillo, la otra, gesticulando. Elegante y resolutivo. Acompasaba su rostro sereno de infante con una maravillosa sonrisa repleta de ambiciones y logros inconmensurables. Una actitud oteadora cuasi instintiva, hacía que controlara con la mirada, cada centímetro del suelo y el horizonte que ansiaba conquistar. Portaba en sus ojos un mapa de oportunidades. Esos rostros que observa desde el atril, no serían más que insumos para su propósito. Quería llegar lejos pisando cabezas. Necesitaba desesperadamente ser un líder. Su madre, en una ocasión le advirtió:

- Un político no es un ladrón. El ladrón es el que roba, mata, hace daño. El político es el que crea, sirve, hace que su entorno sea mejor.

Las palabras de su madre se disiparon. Lo “correcto” le sonaba a rareza con tufo de estúpida moralidad. Sabía que lograría su objetivo sin más preámbulos que la fuerza arrolladora de su incansable voluntad.

El tiempo pasó. De adolescente, en cierta ocasión, se vio sumergido en un profundo y recóndito ensueño que espoleó vivamente su cuerpo, sacudiéndolo con un poder que nunca antes había experimentado. Henchido cual sapo amenazado, presintió el goce de ser superior e impune en una sociedad que con seguridad, le otorgaría el permiso para cumplir su deseo. Su voz se hizo fuerte, grave, firme. Aquel febril presagio le manifestaría además, el preciso ritual de verse arropado por una muchedumbre fanática tendida a sus pies. La imaginación le dibujó a un hombre adulto en extremo popular. Blandiendo frenéticamente un trozo de tela a la altura de la cabeza, una música animada imprimía la magia de tan exuberante ritual. Intentó superar aquella imagen confusa pero, la estimulante mezcla de fantasía, esperanza y ensueño, le indicó el camino hacia la epifanía del poder. Y se entregó al delirio. La muchedumbre enardecida seguía vitoreando su nombre. Un grupo de jovencitas se abrieron paso entre la multitud colocándole flores en lo ojales y además, le regalaron cálidos besos. Entre tanto júbilo, vaticinó que aquello que su cabeza experimentaba, en realidad era su destino plenamente alborozado.

Y es que esa visión se repetiría una y otra vez. Al cabo de unos meses, en medio de otra crisis de figuración, una voz se instaló en su cabeza.

- Ha llegado el momento. Eres el elegido

- ¿Yo?

- Lánzate a ser lo que eres

- Pero…


- Pero nada. Eres único, genial, fuerte, decidido, frío. De cada millón de hombres nace uno con características tuyas. No puedes escaparte. Has nacido para esto. Solamente Dios puede conceder al común de los mortales los dones que te ha regalado.

Y así fue. El joven de ojos saltones y rizos al viento, hizo todo lo posible para concretar su anhelo. En un lapso no mayor de una década, pasó de atajar micrófonos a amañar la mayoría de las licitaciones y ganar mucho dinero a costa del sufrimiento de la misma gente que le vitoreaba y regalaba flores en los mítines. Ejerció durante décadas un poder implacable, mísero e irracional.





2. La caída

Pero un día, el feudo que había modelado se vio asolado por una pandemia que desnudó la precarización en su más cruel y mísera expresión. Todo lo que él y sus amigos venían robando desde hacía años, todo eso, es lo que faltaban en los hospitales. Increíblemente, durante el azote de la pandemia siguió maquinando para seguir robando. Le convencía su liderazgo y opinaba que sus “gestiones” se elevarían por encima de tantas muertes, tristeza y desesperación de un pueblo que le había permitido ser un gran señor. Así, luego de un par de años, cuando las vacunas ya se habían suministrado a casi todos los habitantes del mundo, menos en el suyo, de nuevo salió a caminar requiriendo votos, tanteando comprar voluntades como lo había hecho durante tantos años. Y entonces, ocurrió lo inesperado. Las lisonjas, adulaciones y consentimientos se habían disipado. La gente había caído en la cuenta de lo mucho que puede hacer daño a un país, la entronización de los ladrones. Los jóvenes comenzaron a repetir una y otra vez que los delincuentes nunca podrían ser líderes, ni mucho menos, referentes de una conducta deseable. La moral que les fluía de la boca en realidad eran mocos con grumos, salivazos putrefactos de una bilis hedionda. El sistema de valores comenzaba a trastocarse y, luego de tantos años de mendicidad solapada y estoica servidumbre, el verdadero poder se erigía lentamente con firmeza, construyendo, no, destruyendo y mucho menos, robando lo que es de todos. La vida en sociedad se funda en la posibilidad de aspirar a una porción de felicidad. Configurar y tensar los resortes para robar lo público es sinónimo de desgracia, humillación y muerte. Siempre cercanos a la debilidad humana y lejos de ensueños transitorios poblados de imágenes, símbolos y fantasías producto de complejos y necesidades vitales, el nuevo tiempo transformaría, cual proceso kafkiano a la inversa, el animal en humano. Y el líder tan “amado” de repente, devino en ladrón. Dejaron de llamarlo señor. Ya no vitoreaban su nombre. Ya no tenía feudo.

Así, en una ocasión, desesperado por tan infausto desenlace, intentó arengar a un anciano. Antes de que saludara a aquel hombre canoso, éste le dijo con voz convencida:

- Este pueblo ya entendió que los ladrones son ladrones y los líderes son líderes. Ya no confunde. Se despertó de su ensoñación. Durante mucho tiempo todos los que jugaban a ser líderes, robaron pensando que de esa manera serían “buenos”. Usted es un ladrón. Váyase.

Súbitamente, aquel rapto de alucinación se apoderó una vez más de su ser. Sintió por primera vez en carne propia el sabor amargo del olvido y el desprecio. Una lúgubre y triste voz le recordó que él no era más que un ladrón. Le costó seguir respirando. Se ahogaba. Cada bocanada de aire era una posibilidad de vida que su cuerpo pedía a gritos. En medio de su disnea, por unos instantes, se acordó que había amañado varias licitaciones en detrimento de hospitales y escuelas públicas. En trance, deliró y atinó clamar desesperadamente a Dios que obrara el milagro y convirtiera aquel mísero y olvidado Puesto de Salud, donde se veía, en un lujoso y bien equipado hospital como él acostumbraba frecuentar. Y allí, con lágrimas en sus ojos, corroboró amargamente que en varios lugares de su país, un balón de oxígeno es un lujo. Para mayor sufrimiento y desgracia suya, rememoró que con el dinero robado de la construcción de ese Puesto de Salud, se había autoregalado una exquisita mansión para sudar poder y además, agasajar a sus amigos fiscales y jueces para así nunca tener que sentirse ladrón. Al experimentar que moría, cerró los ojos como antaño y una mano lo elevó hacia la copa de un inmenso árbol. Se sacudió rápidamente con el corazón que se le escapaba por la boca y observó cómo un mono lo acurrucaba y le decía lo siguiente:

- Nunca te hubieras bajado del árbol.

Luego, volvió en sí. Esa noche fue muy larga. Por la ventana intentó entender el alcance del descalabro y todo lo que suponía para él y sus amigos tener que vivir en un nuevo tiempo con ideas nuevas. Los años impunes habían terminado. Luego de muchos años estaba preparado para proferir una terrible pero enorme verdad. Se retorció los labios y soltó un largo suspiro, irguió la cabeza y con voz firme dijo:

- Fingí con ser un gran político, me hicieron creer que lo era, pero no soy más que un mísero ladrón.


sábado, 27 de febrero de 2021

La tierra y sus reclamos




Nos toca atravesar una época en que la velocidad se ha vuelto en una cuestión central en la gestión de la vida y quizás, especialmente, en la administración de la experiencia humana. Nos auto-percibimos en extremo expeditivos, eficientes, exactos y hasta infalibles. La poderosa idea (ficción) de que todo, absolutamente todo, se encuentra a un clic de distancia, probablemente ha impregnado en nuestro carácter y por qué no, en nuestras convicciones, la imagen del devenir atrapado en una pantalla. La extensión del cerebro en términos insospechados. El tiempo pasado, el que está transcurriendo y el venidero, juntos incluso, todo eso, pretendemos portarlo en la palma de la mano. Así, los algoritmos se encargan de ajustar, seleccionar y potenciar la memoria y la conciencia de un presente preñado de un futuro a la medida de ciertos intereses que paradójicamente “nos invita a liberarnos de la obligación de un futuro”.

Entonces, ¿cómo podríamos seguir creyendo en ese viejo ideal humanista de emancipación que, al superar siglos de sumisión, silencio y superstición, propició que creyéramos en nosotros mismos y nos animó a caminar sin tutelajes por los senderos de la educación, la racionalidad, la fraternidad y muy especialmente por la senda de la responsabilidad de nuestros actos y nuestras decisiones? Al parecer, nunca antes hemos creído tanto en nosotros mismos como ahora. Es más, incluso, nunca antes hemos creído tan angustiosamente que nuestras opiniones (vertidas en una pantalla) merecen absoluto respeto y además, se transforman en insumos preciosos y gravitantes a la hora de que las autoridades o las grandes corporaciones deban tomar decisiones acerca del presente inmediato y del futuro. Y una de las cosas que miles y millones de seres humanos están “pensando” en este momento es en la grave situación por la que atraviesa la tierra. Ya sea por los altos índices de contaminación, como por los incendios forestales en varios lugares del mundo y muy especialmente en el Amazonas. Y esa preocupación se traduce en reclamos, enojos, ideas, estrategias, imágenes, emoticones y muchos datos más.

La idea de progreso, esa que nos empuja hacia adelante y nos promete mejores condiciones de vida y así sucesivamente, está presente en todos los órdenes de la vida presente. Y una nota, sello distintivo, característica es justamente ese fluir (vertiginosamente) hacia adelante. Sin embargo, consientes estamos de que así como hemos logrado tantas conquistas maravillosas, así también una gran amenaza pende sobre nuestras cabezas a causa de ciertas decisiones y acciones que hemos desplegado de manera sostenida desde hace un buen tiempo.

Por ello, vale pensar, tal como lo hiciera en su momento Aldo Leopold, que la tierra es un sistema ecológico dinámico y, al mismo tiempo, una comunidad moral de la que todos los seres formamos parte. Leopold en su (1949) afirma que maltratamos la Tierra porque la consideramos un producto que nos pertenece. Entonces propone que la asumamos como una comunidad a la que pertenecemos, quizá así empecemos a tratarla con amor y respeto. Ante la desmesura y el mal-trato que la Tierra recibe, Leopold es contundente, la tierra no podrá sobrevivir. De ahí la necesidad de que nos sintamos parte de ella. De lo contrario, “no hay ninguna otra manera de que la Tierra sobreviva al impacto del ser humano mecanizado, ni de que nosotros recojamos la cosecha, sembrada de ciencia, capaz de contribuir a la cultura”.

La propuesta de sortear los límites de la ética antropocéntrica e integrar en la comunidad ética a aquellos que se pueden ver dañados por el hombre en la simbiosis evolutiva, esto es, a los suelos, las aguas, las plantas y los animales, es la gran apuesta de Leopold.

La Tierra no es solamente superficie, sino una comunidad donde conllevamos la existencia los animales, las plantas, los cauces hídricos, en fin, ese gran colectivo tan interdependiente uno de otro. Por ello, la ética debe ampliarse a la “Tierra”. Es una posibilidad evolutiva y una necesidad ecológica. Ni una ni otra pueden dejarse a merced del actual trato que recibe: mera mercancía de la conquista humana. (Lecaros, 2008)

Ese amor a la “comunidad”, a la “vida”, ese afecto, justamente ha sido la razón que tan triste y trágicamente acabó con la vida de Leopold al intentar combatir un incendio en una granja vecina.

Yvypóra

En la sabiduría guaraní hay conceptos filosóficos muy válidos para estos tiempos, que incluso, anteceden a las reflexiones del gran Aldo Leopold. Voy a citar dos como ejemplos. Tekoha (teko: vida; ha: existencia). Este concepto desborda la simple idea de extensión, superficie o terreno. Arropa y contiene la representación de un espacio que soporta la existencia del ser. Ser con historia, hacedor de su destino respetuoso de la tierra de la que forma parte y al mismo tiempo “es”.

La segunda idea es Yvypóra (yvy: tierra, póra: imagen, espectro). El término imprime un carácter subsidiario, incluso dependiente y necesario de ese “ser”, reflejo, imagen de una entidad, “comunidad” (diría Leopold), que le excede pues de ella ha emergido y a ella el destino convoca. El espectro que surge “de” y se apagará “en”.

Entonces, desde la sabiduría guaraní no hay reclamos. Pues, no se puede reclamar lo que se “es”. En todo caso, valdría pensar si hemos dejado de creer en nuestra condición de Yvypóra y nos aferramos de manera entusiasta a la idea de que el poshumanismo y la fuerza de la técnica y los algoritmos nos regalarán la solución y el acomodo que el progreso tan generosamente nos depara.

La Tierra no es solamente superficie, sino una comunidad donde conllevan la existencia los animales, las plantas, los cauces hídricos, ese gran colectivo tan interdependiente uno de otro.

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