sábado, 17 de abril de 2021

LADRÓN

 

 

"Lo que empuja a la gente a los brazos de los diferentes tipos de profetas de la impostura no es solamente la necesidad de dependencia es también su deseo de reforzar esa dependencia, de no tener que decidir sobre sus propios asuntos" T. Adorno

                                                                                                                                             


1. Los inicios

Aquel niño irradiaba encanto. Brillaba todo su cuerpo cada vez que la profesora repetía su nombre y solicitaba una vez más que atajara el micrófono. Con pasos firmes conquistaba el estrado y sin más preámbulos se animaba a testar parsimoniosamente la calidad del sonido.

-0, o, si, si, o,o. Probando.

Su mano izquierda metida en el bolsillo, la otra, gesticulando. Elegante y resolutivo. Acompasaba su rostro sereno de infante con una maravillosa sonrisa repleta de ambiciones y logros inconmensurables. Una actitud oteadora cuasi instintiva, hacía que controlara con la mirada, cada centímetro del suelo y el horizonte que ansiaba conquistar. Portaba en sus ojos un mapa de oportunidades. Esos rostros que observa desde el atril, no serían más que insumos para su propósito. Quería llegar lejos pisando cabezas. Necesitaba desesperadamente ser un líder. Su madre, en una ocasión le advirtió:

- Un político no es un ladrón. El ladrón es el que roba, mata, hace daño. El político es el que crea, sirve, hace que su entorno sea mejor.

Las palabras de su madre se disiparon. Lo “correcto” le sonaba a rareza con tufo de estúpida moralidad. Sabía que lograría su objetivo sin más preámbulos que la fuerza arrolladora de su incansable voluntad.

El tiempo pasó. De adolescente, en cierta ocasión, se vio sumergido en un profundo y recóndito ensueño que espoleó vivamente su cuerpo, sacudiéndolo con un poder que nunca antes había experimentado. Henchido cual sapo amenazado, presintió el goce de ser superior e impune en una sociedad que con seguridad, le otorgaría el permiso para cumplir su deseo. Su voz se hizo fuerte, grave, firme. Aquel febril presagio le manifestaría además, el preciso ritual de verse arropado por una muchedumbre fanática tendida a sus pies. La imaginación le dibujó a un hombre adulto en extremo popular. Blandiendo frenéticamente un trozo de tela a la altura de la cabeza, una música animada imprimía la magia de tan exuberante ritual. Intentó superar aquella imagen confusa pero, la estimulante mezcla de fantasía, esperanza y ensueño, le indicó el camino hacia la epifanía del poder. Y se entregó al delirio. La muchedumbre enardecida seguía vitoreando su nombre. Un grupo de jovencitas se abrieron paso entre la multitud colocándole flores en lo ojales y además, le regalaron cálidos besos. Entre tanto júbilo, vaticinó que aquello que su cabeza experimentaba, en realidad era su destino plenamente alborozado.

Y es que esa visión se repetiría una y otra vez. Al cabo de unos meses, en medio de otra crisis de figuración, una voz se instaló en su cabeza.

- Ha llegado el momento. Eres el elegido

- ¿Yo?

- Lánzate a ser lo que eres

- Pero…


- Pero nada. Eres único, genial, fuerte, decidido, frío. De cada millón de hombres nace uno con características tuyas. No puedes escaparte. Has nacido para esto. Solamente Dios puede conceder al común de los mortales los dones que te ha regalado.

Y así fue. El joven de ojos saltones y rizos al viento, hizo todo lo posible para concretar su anhelo. En un lapso no mayor de una década, pasó de atajar micrófonos a amañar la mayoría de las licitaciones y ganar mucho dinero a costa del sufrimiento de la misma gente que le vitoreaba y regalaba flores en los mítines. Ejerció durante décadas un poder implacable, mísero e irracional.





2. La caída

Pero un día, el feudo que había modelado se vio asolado por una pandemia que desnudó la precarización en su más cruel y mísera expresión. Todo lo que él y sus amigos venían robando desde hacía años, todo eso, es lo que faltaban en los hospitales. Increíblemente, durante el azote de la pandemia siguió maquinando para seguir robando. Le convencía su liderazgo y opinaba que sus “gestiones” se elevarían por encima de tantas muertes, tristeza y desesperación de un pueblo que le había permitido ser un gran señor. Así, luego de un par de años, cuando las vacunas ya se habían suministrado a casi todos los habitantes del mundo, menos en el suyo, de nuevo salió a caminar requiriendo votos, tanteando comprar voluntades como lo había hecho durante tantos años. Y entonces, ocurrió lo inesperado. Las lisonjas, adulaciones y consentimientos se habían disipado. La gente había caído en la cuenta de lo mucho que puede hacer daño a un país, la entronización de los ladrones. Los jóvenes comenzaron a repetir una y otra vez que los delincuentes nunca podrían ser líderes, ni mucho menos, referentes de una conducta deseable. La moral que les fluía de la boca en realidad eran mocos con grumos, salivazos putrefactos de una bilis hedionda. El sistema de valores comenzaba a trastocarse y, luego de tantos años de mendicidad solapada y estoica servidumbre, el verdadero poder se erigía lentamente con firmeza, construyendo, no, destruyendo y mucho menos, robando lo que es de todos. La vida en sociedad se funda en la posibilidad de aspirar a una porción de felicidad. Configurar y tensar los resortes para robar lo público es sinónimo de desgracia, humillación y muerte. Siempre cercanos a la debilidad humana y lejos de ensueños transitorios poblados de imágenes, símbolos y fantasías producto de complejos y necesidades vitales, el nuevo tiempo transformaría, cual proceso kafkiano a la inversa, el animal en humano. Y el líder tan “amado” de repente, devino en ladrón. Dejaron de llamarlo señor. Ya no vitoreaban su nombre. Ya no tenía feudo.

Así, en una ocasión, desesperado por tan infausto desenlace, intentó arengar a un anciano. Antes de que saludara a aquel hombre canoso, éste le dijo con voz convencida:

- Este pueblo ya entendió que los ladrones son ladrones y los líderes son líderes. Ya no confunde. Se despertó de su ensoñación. Durante mucho tiempo todos los que jugaban a ser líderes, robaron pensando que de esa manera serían “buenos”. Usted es un ladrón. Váyase.

Súbitamente, aquel rapto de alucinación se apoderó una vez más de su ser. Sintió por primera vez en carne propia el sabor amargo del olvido y el desprecio. Una lúgubre y triste voz le recordó que él no era más que un ladrón. Le costó seguir respirando. Se ahogaba. Cada bocanada de aire era una posibilidad de vida que su cuerpo pedía a gritos. En medio de su disnea, por unos instantes, se acordó que había amañado varias licitaciones en detrimento de hospitales y escuelas públicas. En trance, deliró y atinó clamar desesperadamente a Dios que obrara el milagro y convirtiera aquel mísero y olvidado Puesto de Salud, donde se veía, en un lujoso y bien equipado hospital como él acostumbraba frecuentar. Y allí, con lágrimas en sus ojos, corroboró amargamente que en varios lugares de su país, un balón de oxígeno es un lujo. Para mayor sufrimiento y desgracia suya, rememoró que con el dinero robado de la construcción de ese Puesto de Salud, se había autoregalado una exquisita mansión para sudar poder y además, agasajar a sus amigos fiscales y jueces para así nunca tener que sentirse ladrón. Al experimentar que moría, cerró los ojos como antaño y una mano lo elevó hacia la copa de un inmenso árbol. Se sacudió rápidamente con el corazón que se le escapaba por la boca y observó cómo un mono lo acurrucaba y le decía lo siguiente:

- Nunca te hubieras bajado del árbol.

Luego, volvió en sí. Esa noche fue muy larga. Por la ventana intentó entender el alcance del descalabro y todo lo que suponía para él y sus amigos tener que vivir en un nuevo tiempo con ideas nuevas. Los años impunes habían terminado. Luego de muchos años estaba preparado para proferir una terrible pero enorme verdad. Se retorció los labios y soltó un largo suspiro, irguió la cabeza y con voz firme dijo:

- Fingí con ser un gran político, me hicieron creer que lo era, pero no soy más que un mísero ladrón.