miércoles, 26 de mayo de 2021

COSMÉTICA DIGITAL Y EL CAOS NATURAL




“¡Oh, qué maravilla!
¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!
¡Cuán bella es la humanidad!
¡Oh, mundo feliz,
en el que vive gente así.”


La Tempestad, Acto V,
William Shakespeare


Permítanme contarles brevemente un acontecimiento que me ha sucedido años atrás. Extrañamente y de forma recurrente me encontré ante un sueño bastante raro. En lo alto, una enorme nube, repleta de agua, parecía cubrir un majestuoso cuadro grisáceo que al expandirse simulaba caerse por todos lados. Bajo aquella escena pictórica oscura, sin embargo, se entreveía un montículo de árboles verdes humeantes de vida pura. Así, imprevistamente, al finalizar un destello, todo aquel escenario cargado de aguacero, se disipó e inesperadamente, se fue descubriendo, vibrante, hermosa, una enorme perfección atestada de follajes que, a manera de un pulmón enorme, respiraba y se agitaba al compás de un viento fresco al punto de elevar todo aquello y luego, dejarlo caer en picado suavemente para volver nuevamente a encumbrar mansamente tanta belleza y tanta vida.

Al despertarme, naturalmente, la inquietud que me persiguió no era otra cosa que intentar descifrar el extraño suceso. Así, un día supe que aquel lugar se trataba indefectiblemente de una de las faldas del majestuoso Yvyturusu. El sueño se repitió una y otra vez. La tarea era entonces tantear localizar ese lugar, o por lo menos, situar la zona y contrastar con lo que me apremiaba. No fue fácil lograrlo. Luego de un par de años de infructuosa búsqueda, le comenté a madre mi anhelo. Ella, sin más rodeos, con mucha sabiduría y precisión en la palabra, tal como acostumbran hacer las mujeres campesinas paraguayas, me dijo:

“Pe rehechávaekue nde képe ha‛ete ne ra‛âróva hina. Rehekána, katuéterei retopáne ha upévo reikuaáne mba‛e rupípa ne renôi”.

 (“Aquello que viste en sueños pareciera que te está aguardando. Deberías buscarlo, probablemente lo encuentres y entonces, sabrás la razón del llamado”.)


Un mundo feliz

Continúo con otro relato. Aquella jornada había sido intensa. Los estudiantes, la mayoría de ellos médicos y algunos abogados, se mostraron medianamente a gusto con la charla que acababa de culminar. La coordinadora del curso del postgrado en Bioética me agradeció por la ponencia e inmediatamente indicó la apertura de un tiempo breve para preguntas y comentarios. Uno de los estudiantes, un médico muy joven por cierto, frunció el ceño, ajustó su mano derecha a la altura del mentón y la contuvo con los dedos apretando suavemente parte de sus labios. Movió los dedos de la mano izquierda y pidió la palabra. Se mostraba inquieto, preocupado por lo que eventualmente pudiera expresar. Finalmente, expresó:

"Luego de escuchar su ponencia me quedé con la incógnita de si efectivamente, los seres humanos, podemos ponernos de acuerdo y lograr una armonía en nuestras opiniones y nuestros quehaceres. ¿Es posible eso?"

Agradecí la pregunta y me dispuse a pensar en una respuesta medianamente convincente. La ponencia había girado en torno a las varias definiciones de la Bioética. Desde una postura radicalmente antropocéntrica pasando por variantes más anantrópicas y alternativas varias. En la exposición había advertido de la necesaria convivencia de varios pareceres y justificaciones filosóficas dispares. Por ende, la única opción válida a la hora de tratar el tema bioético era, por un lado, asumir la diversidad de posturas epistemológicas y por otro lado, aceptar la existencia de Bioéticas, es decir, bioética con apellidos. Por lo tanto, la idea de acuerdo, pacto o consenso, temas que aparecieron en mi exposición en más de una ocasión, me sirvieron para ensayar una posible respuesta. Ahora bien, si bien es cierto, la pregunta del joven médico apuntaba a la problemática de los acuerdos, su planteamiento podría tranquilamente desbordar el ámbito de la Bioética y abrirla a una perspectiva más general, filosófica, política y social, inclusive. La cuestión era muy relevante y se podría sintetizar en la siguiente expresión: ¿cómo podemos ponernos de acuerdo en todo y siempre?

No dejé pasar unos segundos cuando me esforcé en ofrecer una respuesta a mi interlocutor. Convoqué e hice referencia a una obra titulada Un mundo feliz, aquella famosa novela publicada en 1932 por el reconocido escritor británico Aldous Huxley. Me fijé específicamente en el detalle central de la obra, el soma. Recordé a los participantes, sobre todo a aquellos que no habían podido leer la obra, que los personajes estaban siempre “de acuerdo” toda vez que consumían la droga que les apaciguaba y les situaba en un horizonte perfilado, ordenado y muy especialmente, controlado.

La idea de “armonía” (si por la misma entendemos una actitud o predisposición “complaciente” cargada de benevolencia) en la vida cotidiana, sin embargo, se demuestra su imposibilidad. Aspirar imponer un orden (κόσμος) armónico en medio de tantas posturas y pareceres es una fantasía que de lograrse, no obstante, con ayuda del soma, sería a un precio muy alto, esto es, la consolidación de una técnica “cosmética”. Es decir, la asunción de una vigilancia que cercenaría la creatividad y encausarían las expresiones siempre en función a patrones, parámetros y/o lógicas impuestas.

Entonces, los deseos de Un mundo feliz, podrían sintetizarse en la cristalización de un escenario decorado con insumos procedentes de los más recónditos miedos y esperanzas que como especie humana administramos y otros han capitalizado de la mejor manera posible.

Esa idea de Un mundo feliz adquirió formas diversas, algunas veces se tornó en lugares ausentes -o todavía no presentes-, utopías (ous: ausencia, topos: lugar), otras veces en mitos y relatos varios, eso sí, otorgando a generaciones enteras la solvencia de creer contar (poseer) con expresiones, símbolos y expectativas y así tramitar el futuro. Y esta tarea, tan humana ha sido continuamente un encargo oscilante entre lo onírico y lo grandioso, entre la desgracia y la redención. Hoy diría, entre lo analógico y lo digital; entre lo obsoleto y lo singular; entre lo desfasado y lo disruptivo. Finalmente, entre lo humano y lo posthumano.

Entonces, es legítimo que Huxley convoque a Procusto. Dicha figura y, lo que el personaje denota, retrata a cabalidad la cuestión central de este tránsito (transformación) hacia las tecnologías exponenciales, que por cierto son hegemónicas y globales. La creencia ingenua en la “amabilidad” del posadero (Procusto) es directamente proporcional a la urgencia de encontrar un espacio seguro donde descansar y dormir tranquilamente. Una especie de “cosmética del sueño” donde la “silicolonización” y “uberización” del mundo invitan a los “cansados viajeros” gentilmente a tenderse en un hermoso lecho. Entonces Procusto, el anfitrión, procederá a ejercer una feroz e inusitada violencia en contra de esos (internautas) cuerpos tendidos, cansados, aletargados.

La brutal operación consiste en “ajustar”, dependiendo del tamaño del cuerpo, y así, si fuese necesario mutilar los pies y la cabeza en el caso de exceder los límites del lecho del torturador. O en su defecto, a golpes de martillazos desmembrar o desconyuntar el cuerpo a fin de que “concordara” con las medidas del “formidable” anfitrión. Y lo más espantoso, evidentemente, al contar con dos camas, nadie podría encajar, si el cuerpo gozaba de un tamaño considerable, Procusto apelaría como parámetro al lecho de menor medida y viceversa. La finalidad, destruir el cuerpo, aniquilar, cercenar, o tal vez, ¿transformar?

Huxley se adelantó a varias de las reflexiones y preocupaciones del tiempo presente. Queda claro que el novelista pudo comprender en su momento los grandes cambios que deparaban a la humanidad, así, intuyó que se libraría una dura lucha, un “forcejeo” entre las partes (entre lo dado y lo construido). En términos presentes, la disputa podría sintetizarse entre la puja que están librando los bioconservadores y bioprogresistas, entre los tecnófilos y los tecnoutopistas.

Huxley decía además,

“Habrá que forcejear un poco y practicar alguna amputación, la misma clase de forcejeos y de amputaciones que se están produciendo desde que la ciencia aplicada se lanzó a la carrera; sólo que esta vez, serán mucho más drásticos que en el pasado”.

La historia de la ciencia y sus aplicaciones está signada por verdaderas batallas. Y eso la Bioética lo sabe. Las imposiciones, los frenos y el poder de los dogmatismo o la lucha contra los cánones preestablecidos y/o límites éticos necesarios asumidos en cada época, todo, absolutamente todo esto es parte de la historia del desarrollo cognitivo del ser humano. Y no al revés, es decir, la tecnología que proclama perfilar al ser humano olvida que ella ha sido creada por aquel. Llamativamente, esta puja, que bien podría graficarse o interpretarse desde el mito de Procusto como una imposición o direccionamiento, autores como Nick Bostrom matizan y afirman lo contrario. La posibilidad de mejorar y en última instancia transformar la naturaleza humana de la mano de la tecnología es un imperativo ético impostergable. Así lo entiende y defiende el filósofo sueco en varios pasajes de sus innumerables reflexiones.




Cierro mi breve escrito con un tercer y último relato y dejo entrever un deseo. Aquella tarde, luego de ofrecer la charla y haber dialogado con los participantes del curso, me dispuse a dejar Asunción y tomé el camino hacia Villarrica, pasé por Ñumi hasta finalmente llegar a mi destino. Fue un sábado, el día estaba excelente, cielo despejado y en la hora que llegué, el sol suavemente se aprestaba a esconderse. La temperatura en esas circunstancias desciende dulcemente unos grados y las aves entonces emprenden vuelo como intuyendo que en pocas horas más, la oscuridad llegaría. Allí, frente al Yvyturusu, me dispuse a descansar en el viejo banco de madera que mi madre lastimosamente ya no pudo ver y disfrutar. Ella me ayudó a creer que podía encontrar el lugar que hoy se ha convertido en mi casa. Y lo más extraño de este relato, la falda del Yvyturusu, sí es tan bonita como aquel cuadro que tantas veces me persiguió en sueños.

Estando allí, observando una vez más tanta vida frente a mis ojos, me convencí una vez más de que la historia del pensamiento humano es al mismo tiempo la historia del esfuerzo individual y colectivo por romper paradigmas heredados e intentar una y otra vez ampliar los límites impuestos al pensamiento y, por ende, a la comprensión y la asunción de la realidad. Pensé que quizás, llegaría el día en que la confrontación de ideas, de pareceres y de justificaciones, eso que durante siglos ha descansado en narrativas, es decir en el poder de la palabra, daría paso a lo numérico, esto es, lo digital. Digitus, dedo.
Recordé que mis preocupaciones académicas en el área de la Bioética me habían empujado a querer entender cuestiones “novedosas” donde lo digital está más que presente. Sin embargo, he intentado no perder la perspectiva que el pasado asigna a los escenarios actuales en su carácter de vanguardia.


Entonces, fijándome en los miles de árboles hermosos que pueblan el Tres Kandu, aquel sábado caí en la cuenta que estábamos atravesando por una época en que la vocación disruptiva asumida como “velocidad” y singularidad tecnológica se presentaba como cuestión central en la gestión de la vida y quizás, especialmente, en la administración de la experiencia humana en sus diferentes expresiones. Me pregunté si la rutina impregnada y trasvasada por la lógica de lo “virtual” nos empujaría a transitar hacia parajes muy alejados de lo humano entendido a la vieja usanza (canon fenotípico y canon genotípico). Cuando finalmente el sol se puso, el valle se inundó de aire con olor a vida. Y me dije a mi mismo, reacio tal vez a lo que se venía, que las tecnologías exponenciales van “acomodando” (cosmética) a pasos agigantados los escenarios posibles sin que exista siquiera un pequeño atisbo de alternativa analógica que sea también hegemónica y global…

Me resistía a que el mundo radicalmente cambiara y que las tecnologías emergentes, las disruptivas, dibujaran un futuro inmediato con miles de contingencias que inevitablemente impactarían en mis convicciones. Me negué a que tutelen mis quehaceres y configuren de tal forma las más amplias formas de pensamiento, expresión, libertad, creatividad, sentido común y fantasía. Deseaba que no pudieran ser sometidas a rigores ajenos y lejanos.

Finalmente, sorbí mi último trago de mate, sonreí y me animé a exclamar: esta experiencia es analógica y es grandiosa. Una semana después, el gobierno paraguayo anunció una cuarentena estricta. Un virus había llegado a nuestras vidas y lo digital, entonces, inundó todo.


Texto publicado en Archipiélago. Revista Cultural de América. Universidad Nacional Autónoma de México-UNAM. Vol 28, No 10910 (2020)