Aquél 26 de octubre de 2001, curiosamente hacía un lindo sol en la bella Oviedo. Doris Lessig sujetó su brazo al de Francis George Steiner y caminaron un largo trecho conversando animadamente. A uno metros atrás de la nobel de literatura y el prestigioso filósofo, un equipo de científicos miraban atentamente al público y con pasos firmes se dirigieron hacia el imponente Teatro Campoamor no sin antes regalar sonrisas y saludos. Era el grupo de Francis Collins. Aquella imagen se me grabó en la retina. Liderando a la manada, a la cabeza, Lessin y Steiner sonriendo sin preocupaciones, atrás, unos científicos cuyo descubrimiento, dieciocho años después, marcaría el destino de millones de seres humanos en el contexto de una pandemia feroz.
Al recibir el Premio, Lessin pronunció un discurso preñado de futuro.
Dijo: (…) Así pues, ¿qué va a pasar ahora en este mundo de cambios tumultuosos? Creo que todos nos estamos abrochando los cinturones y preparándonos. Escribí lo que acabo de leer antes de los acontecimientos del 11 de septiembre. Nos espera una guerra, parece ser que una guerra larga, que por su misma naturaleza no puede tener un final fácil. Sin embargo, todos sabemos que los enemigos intercambian algo más que balas e insultos. En España quizás sepan esto mejor que nadie. Cuando me siento pesimista por la situación del mundo, a menudo pienso en aquella época, aquí en España, a principios de la Edad Media, en Córdoba, en Granada, en Toledo, en otras ciudades del sur, donde cristianos, musulmanes y judíos convivían en armonía; poetas, músicos, escritores, sabios, todos juntos, admirándose los unos a los otros, ayudándose mutuamente. Duró tres siglos. Esta maravillosa cultura duró tres siglos. ¿Se ha visto algo parecido en el mundo? Lo que ha sido puede volver a ser.
Y finalmente remató diciendo: “Creo que la persona culta del futuro tendrá una base mucho más amplia de lo que podemos imaginar ahora (…)
Es cierto que a partir del desciframiento del genoma humano, la discusión filosófica giró en torno a la adquisición de un poder enorme que los biólogos moleculares habían conseguido y tenían en sus manos. Pero incluso antes, a finales de la década de los 90 ya se había advertido acerca de la enorme contribución que significaría esto para las ciencias de la vida además de las muchas nuevas posibilidades que se abrían en el estudio y prevención de muchas enfermedades.
Entonces, era de esperar que en el mundo académico se apresuraran en reinstalar sobre la mesa aquellos temas donde por cierto, se prefiguraban los miedos pero sobre todo, latía una esperanza sincera en torno a las consecuencias de este trascendental descubrimiento.
Aquél viernes de octubre estuve parado durante varias horas en medio de la multitud agolpada en el Parque San Francisco. Toda esa gente quería saludar a los premiados. La enorme puerta del imponente Teatro Campoamor de Oviedo estaba abierta para recibir a los distinguidos de aquel año. De repente, en medio de las siluetas de los gaiteros, divisé parte del enorme equipo liderado por Francis Collins, a su lado reconocí a Craig Venter, luego a Jhon Sulston, Hamilton Smith y Jean Weissenbach. Estos científicos marchaban para recibir el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica.
En medio de la expectación, a pesar de la emoción, no dejé de alzar la mirada hacia las nubes una y otra vez. Todo aquél que haya vivido en Asturias me entenderá. Y más, si no es habitual en uno portar un paraguas tal como aconseja "El regreso de Williams B. Arrensberg" del inmortal Eduardo Úrculo.
Nada de lluvias. La jornada estaba para disfrutar de la ceremonia.
Entonces, me fijé en la manera que Craig Venter miraba a la multitud. Me vino a la mente aquel pasaje de su vida cuando a punto estuvo de quitarse la vida pero por una razón misteriosa declinó y decidió hacerse científico.
Venter ha sido en mi vida académica un referente muy importante. Me ayudó a entender la importancia de las nuevas tecnologías en los quehaceres de la ciencia y la investigación. Y muy especialmente fortaleció mi certeza de que existía un error en las razones esgrimidas por aquellos defensores de “diferencias cualitativas entre los seres humanos”. Leer, comprender y/o reescribir el gran “libro de la vida” significaba un enorme reto para las humanidades y especialmente para los que estábamos haciendo bioética.
En su libro La vida a la velocidad de la luz, Venter plantea la posibilidad de vida digital.
"La capacidad de enviar equipo lógico de ADN en forma de luz tendrá toda clase de ramificaciones intrigantes. En la última década, después de que se secuenciara mi propio genoma, mi equipo lógico ha sido emitido en forma de ondas electromagnéticas, que transportan mi información genética mucho más allá de la Tierra mientras ondulan por el espacio. Cabalgando sobre estas ondas, mi vida se mueve ahora a la velocidad de la luz. Si acaso hay alguna forma de vida allá afuera capaz de dar sentido a las instrucciones de mi genoma no deja de ser otro pensamiento sorprendente que surge de esta pequeña pregunta que Schródinger planteó hace medio siglo o más."
Por su parte, Doris Lessin, alejada en sus quehaceres de la lógica de los laboratorios de Venter, sin embargo conecta con el científico cuando dice; Nuestro deber es recordar, incluso lo que está por suceder.